Durante
el concierto al que asistí en la Sala
El Sol
de The
Long Ryders
el pasado mes de diciembre, me quedé pensando en cómo han cambiado
las salas de concierto desde que comencé a frecuentarlas. Mi primer
contacto con ellas fue a través de la mítica Rock
Ola,
no por haber entrado en ella ya que cuando cerró era tan sólo un
muchacho, sino por haber ido al colegio que está situado justo
enfrente del local de la calle
Padre Xifré.
Recuerdo preguntarle a mi madre cuando venía a buscarme a la escuela
qué hacían esas señoras mayores que vestían llamativamente,
mientras fumaban como si no hubiera un mañana en las cercanías del
Rock Ola. Parecían esperar a que alguien les hiciera caso. Mi madre,
lógicamente, cambiaba de tema mientras me llevaba al Galgany, un bar
que estaba en la calle Clara del Rey dónde servían unos perritos
calientes deliciosos y además tenían la máquina de juegos Galaxian. Por otra
parte, mi hermano tenía colgado en las paredes de su cuarto carteles
de conciertos llamativos y entradas con unos diseños muy chulos,
también recuerdo cómo contaba peleas entre rockers
y mods,
o cómo Pedro
Reyes y Pablo Carbonell
hacían tal o cuál número ante el descojone del personal. Buena música y buenas historias entre gente de la más variopinta condición. Todo
aquello tenía pinta de molar mucho, salvo las peleas,
claro.
Volviendo al inicio, mientras Sid Griffin y los suyos nos hacían vibrar a los presentes con su set list, pensé en lo bien que se estaba en la sala El Sol: aire acondicionado, aforo controlado, nada de humo... Antiguamente, esto no era así. Me vino a la memoria la Sala Revólver, aquel día en que tocaban El Regalo de Silvia, Los Planetas y algún grupo más... debía ser a principios de los años 90. La sala estaba abarrotada de público y la ventilación brillaba por su ausencia, con lo que el techo, literalmente, sudaba por la condensación del aire, así se daba la extraña circunstancia de llover dentro de un local cerrado. El sobre aforo y la sensación de ser tratado como el ganado era lo habitual, no sólo en las salas de conciertos, también en los estadios de fútbol. En definitiva, se sudaba, se pasaba calor, desaparecían chupas, cazadoras y a veces también las carteras.
La Sala Universal -había tres si no recuerdo mal: Manuel Becerra, Fundadores y Universal Sur- tenía la buena costumbre de enviar entradas a quien se apuntara a su mailing list. Muchas veces eran pases para ver a completos desconocidos, otras eran para ver a los Pixies, a quienes vi totalmente gratis, no sé si en el 89 o en el 90, en la Universal Sur. En Navidad he vuelto a escuchar este concierto en Radio 3. Ni si quiera la sala estaba llena. Fue inolvidable, sí.
Honky Tonk, Galileo, Gruta 77, Sala Maravillas... Algunas desaparecieron o se han transformado, otras siguen. Ahora disfrutamos en estos locales de una seguridad que hemos alcanzado por haber aprendido de las desgracias, como Alcalá 20 o hace bien poco, el Madrid Arena. Lo realmente triste éstas caigan en el olvido, sigan ocurriendo y que no haya responsables.
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