Cuento de Navidad
Leonor
vive sola acompañada por su perrita Mirna
en un modesto piso ubicado en un modesto barrio. Enseñada por el propio carácter de su ama, el
animal sabe a quién saludar y a quién no. La vida que llevan es
rutinaria, paseos por el barrio, charlas con los perreros
del parque cuando no con los vecinos de la zona o con cualquiera que
su intuición le dice que comparte con ella impresiones acerca de la
vida, en especial con la gente joven. A todos ellos cuenta que ya no
le queda mucho tiempo, no por ningún achaque en especial, sino por
pura lógica.
La mujer, ya octogenaria, tuvo una vida difícil
desde que nació. Fue abandonada por su madre en una inclusa. Hasta
los 18 años estuvo a cargo de las religiosas que regentaban el
hospicio. Su llegada a la vida adulta definió la que iba a ser su
profesión. Leonor amaba el baile e hizo de él su forma de vida. Se
enroló en una compañía que viajaba por todo el mundo, iban allí
donde les contrataban, ya fuera Líbano, Australia, Francia o México.
La compañía no era de ballet clásico siendo sinceros, pero
el hecho de tenerse que buscar la vida desde casi su nacimiento, hizo
que Leonor tuviera el sentido de autoprotección muy desarrollado.
Así, a quien quisiera escucharla contaba que después de actuar,
cuando alguien deseaba invitarla, ella misma se encargaba de pedir
las bebidas: para
el señor, champán; para mí, limonada.
Las continuas idas y venidas a España le permitieron tener
una visión mucho más amplia de la vida que las mujeres de su edad
que no habían salido del país. Volver a casa era como regresar al
lugar donde las cosas no evolucionaban, más bien al contrario. Esto
explica el hecho de que no se hubiera casado o hubiera formado una
familia. Ella no quería una vida de pata quebrada y en la cocina.
Había conocido parte del mundo y quería conocer el resto. Tuvo un
amor del que nunca nadie supo el nombre, lo único que contaba de él
fue que ella le dejó muy claro que no iba a casarse. Se quisieron
mucho, se amaron todo lo que pudieron. Pero ahí queda la historia
para los demás. Siempre habla de él en pasado, dando a entender que
ya falleció.
El día de Nochebuena, Leonor recibió una
carta. No llevaba remitente. Al abrirla vio con sorpresa que el sobre
incluía una foto de su amado con una pequeña nota que decía: Te
esperaré siempre, no tengas prisa.
De
la sorpresa, Leonor pasó al estupor, su propia experiencia vital la
había hecho refractaria a los milagros y a los hechos inexplicables.
¿Quién podría haberlo hecho? Los vecinos que vienen a verla
ocasionalmente, el mismo chico de los recados del supermercado que
cada quince días le acerca la exigua compra para ella y la perrita,
el chico de la frutería o quizá el cartero.
Concluyó que alguien la apreciaba. Alguien quería que ese día se sintiera un poco
acompañada o simplemente pretendía arrancarle una sonrisa. Como así
había sido, decidió no romperse la cabeza. Quien hubiera sido la
conoce, seguramente la había visto ese mismo día o la vería al día
siguiente. Y cuando eso ocurriera, la vería contenta. Eso ya era
suficiente para ella y seguramente para el remitente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Cualquier opinión es bienvenida, salvo las consideradas ofensivas a los demás participantes o al autor del blog que serán eliminadas.