Qué
curiosa es la condición
humana,
aunque somos conscientes de que tenemos caducidad, afortunadamente
poseemos una barrera
de autodefensa
que nos permite
vivir
mientras esperamos a que esto se ocurra algún día. Con los
ancianos esta barrera nos defiende todavía más, aunque sepamos que ellos están
en los últimos kilómetros. Esto es lo que me ha ocurrido con la
muerte
de Alfredo Di Stéfano.
Di Stéfano era una de esas leyendas que esperas que siempre van a estar ahí, aun sin haber llegado a conocerlo personalmente. De alguna manera, era una especie de personaje omnisciente, presente desde que tengo uso de razón en conversaciones de fútbol, en imágenes de partidos históricos, en inevitables y seguramente absurdas comparaciones entre jugadores de distintas épocas, en conversaciones de grada futbolera. Me ha acompañado, por tanto, a lo largo de mi vida.
Sólo le vi una vez, fugazmente, en los alrededores de la puerta cero del estadio, donde antiguamente se accedía al palco de honor del Bernabéu. Se bajó de un coche e iba devolviendo los saludos que la afición le dedicaba a su paso mientras se adentraba en el coliseo madridista. Dicen de él que era un tanto cascarrabias, pero quiero imaginar que era una protección ante los pesados de turno que no pierden la ocasión de asaltar a las celebridades pidiendo una foto o autógrafo sin tener en cuenta si el momento es el oportuno.
Un buen amigo, cuando fallecía algún futbolista conocido, siempre decía lo mismo: el día que se muera Di Stéfano... para a continuación quedar los dos en silencio. Desgraciadamente, este día ha llegado. Por eso, los que continuamos en este mundo tenemos que seguir adelante, porque los que ya no están no pueden hacerlo, es el mejor homenaje que podemos hacerles, se lo debemos. Mark Oliver Everett canta en Mistakes of my Youth: In the final moments/ I hope that I know that I tried/ to do best I could... En lo único que yo puedo comentar sobre Di Stéfano, es decir, sobre su faceta de futbolista, desde luego que lo consiguió.
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