Lo
confieso, echo de menos ver el fútbol de pie. Ahora puede parecer
increíble, pero en los años 80 y 90 del siglo pasado por sólo
quinientas o mil pesetas (3 ó 6 euros) un chaval, en aquella época
yo lo era, podía ver los partidos de su equipo, en mi caso el Real
Madrid. Cuando ahora se avecina un partido trascendental ya sea de
Liga o de Copa de Europa (nunca “Champions”, por Dios) añoro esa
taquicardia, esa cierta angustia que me invadía minutos antes de
comenzar el partido y saber que me esperaban al menos 90 minutos
cargados de intensidad emocional y por supuesto, física. Era una
forma de identificación con la causa común. Después de los
partidos acababas tan exhausto como los jugadores, tú también
habías sudado la camiseta, tú también lo habías dado todo, tú
formabas parte de ese mundo.
Ver el fútbol de pie en el
Bernabéu tenía inconvenientes: estar dentro del estadio horas antes
con una visibilidad del campo de juego precaria o nula ya que las
zonas de pie para socios estaban en la planta baja del estadio; pasar
frío en invierno, pasar calor en verano, empaparte cuando llueve,
aguantar nevadas, cargas de la policía, tener un megáfono
distorsionado en la oreja por el que un individuo berrea cánticos,
aguantar borracheras de terceros, preguntarte por qué has bebido
tanto sabiendo que si vas al servicio pierdes el sitio que has
guardado durante horas... No, no era cómodo en absoluto.
Después
de todo esto ¿qué tenia de bueno? Sobre todo el ambiente. El fondo
sur del Bernabéu era un lugar común donde cabían diversas
actitudes. Si querías tener problemas los ibas a encontrar seguro,
pero si lo único que buscabas era vivir el fútbol con gente de tu
edad, saltar, animar... ése era tu sitio. Digamos que a otros
graderíos del estadio ibas con tu padre, con tu tío, con tu abuelo.
Aquellos eran lugares fiables. Se cantaban los goles, sí, se vivía
el fútbol, sí, pero llega un momento en que dejas de ir con tu
familia al fútbol para ir acompañado de tus amigos del colegio o
del barrio. Era una suerte de independencia y esta llegaba cuando
pasabas a ir al fondo sur.
Una vez allí, elegías tu sitio.
El de mis amigos y el mío era, vista la portería desde atrás, a la
izquierda del poste izquierdo. Lo normal era coincidir con la misma
parroquia grada arriba, grada abajo. La nuestra estaba formada por
una pandilla que alineaba a dos hermanos gemelos bastante parecidos
al actor Jim Carrey, a un chaval con el pelo ensortijado, gafas
enormes, pecoso que respondía al mote (sin él saberlo, claro) de
Carlton en justa correspondencia de su carácter con el del personaje
de “El Príncipe de Bel Air” y a un señor mayor con aspecto de
cura. Este buen hombre debía vivir en el mismo barrio que yo ya que
me lo encontraba ahí frecuentemente, pero lejos de saludarnos
efusivamente, cruzábamos miradas como quien se reconoce por sorpresa
en la sala de espera de un prostíbulo o de un lugar ilegal, como si
tuviéramos algo de lo que avergonzarnos y no quisiéramos que se
enteraran nuestros familiares. Ocasionalmente pasaban por nuestro
sitio dos tipos. Uno de ellos me recordaba al actor Walter Vidarte,
el otro era bastante anodino. Eran algo mayores que nosotros e iban a
cual más borracho. Siempre nos saludaban, en particular a un amigo
mío quien, según ellos, se parece a Ronald Koeman. Siempre era:
“Kuuuuman, coño, un abrazo” o “Kuuuuuuuman un beso joder”,
el resto nos teníamos que conformar con un breve saludo o con alguna
frase ininteligible. Un día “Vidarte” llegaba con la mano por
delante: “Kuuuuman, dame la mano hombre”. Mi amigo, solícito,
tendió su mano y al estrecharla se quedó con la mano de un maniquí
que “Vidarte” llevaba disimulada en su manga. Hace una temporada,
más o menos veinte años después de todo esto, mi amigo iba
caminando por los alrededores del estadio en día de partido cuando
de repente oyó a lo lejos “Kuuuuuuuuuuuuuuuuman”.... Cabe
señalar que mi amigo tiene cierto parecido con Oliver Khan, no con
Ronald Koeman.
Pero estábamos con las cosas buenas de ver el
fútbol de pie. Las avalanchas era otra de ellas. Al fin y al cabo
no dejaban de ser la celebración de un gol, un pequeño acto de
locura común, un sin dios en el que te veías metido quisieras o no.
A veces ni te permitían ver los goles, sobre todo si era muy claro
que se iban a producir, ya que te veías inmerso en ellas antes de
que el balón besara las mallas. No duraban mucho, apenas unos
segundos de caos, salvo si el gol en cuestión culminaba una
remontada, cerraba un resultado humillante para el rival o conseguía
con certeza un título. Entonces aquello podía durar minutos:
empujar, ser empujado, caras desencajadas de emoción, abrazos con
desconocidos, contacto físico en definitiva, ver el fútbol de pie
tenía mucho de eso.
Aparte,
en la relación del público con el estadio había leyes no escritas
que todo el mundo sabía, aceptaba y acataba. La principal era no
enfrentarte nunca con los antiguos porteros del estadio que lucían
en la cabeza una gorra de plato con el escudo del Madrid encima de la visera. Solían
gastar un humor de perros y a la mínima te quitaban el carnet de
socio con lo que se llevarían su recompensa, imagino. Si querías
colar a un amigo o a una novia ya con entrada de otra zona del
estadio ya sin entrada, lo que tenías que hacer era buscar una
puerta de acceso que tuviera como cancerberos a chavales que lucían
un peto de la organización del estadio y que no estuvieran
supervisados por los susodichos porteros oficiales, e insistir un
poco correspondiendo con el grado de importancia del partido. Si se
trataba de un partido cualquiera de Liga, podías insistir incluso
intentar algún tipo de soborno, pero si se trataba de un
Madrid-Barça o un Madrid-Atleti, mejor no insistir y probar fortuna
en otra puerta. Así se explica el sobre aforo que tenía el estadio
en las zonas de pie. He llegado a sentir durante un partido que no
tocaba el suelo con los pies, me ha faltado aire que respirar, me han
aplastado... A veces no pasan más cosas no se sabe bien por qué.
¿Cómo
llegó el final del fútbol de pie? En mi caso, antes de que se
obligara a que el aforo completo de los estadios fuese de asiento. Se
produjo en el famoso día de la portería, en la semifinal de la Copa
de Europa de 1998 contra el Borussia de Dortmund. Lo que pasó es de
sobra conocido. En el fondo, aquello fue una lección de civismo
porque no pasó nada grave, las cien mil personas congregadas
aguantaron la espera estoicamente sin echar la culpa a los que
provocaron esa situación. Mientras, sentado como podía en el suelo
tras casi cinco horas de pie, comprendí que aquello se había
acabado. Ya no tenía sentido para mí. Tocaba disfrutar del fútbol
de otra manera, ni mejor ni peor, distinta como es verlo sentado.
Aquella fue una época de la vida, tuvo su etapa y a veces la echo de
menos.